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Luchador


 

Por fin llega el día tan esperado: la fiesta del pueblo. Por tercera vez se organiza la Lluita del Bac, y estoy decidido a ganarla, como ya hice en los dos años anteriores.

Mi abuelo era un luchador nato. Mi padre, en cambio, no lo fue. Tuvo que emigrar al extranjero con mi madre hace muchos años, rompiendo el lazo con nuestras raíces. Me dejaron al cuidado de mis abuelos para poder trabajar los dos.

No les guardo rencor. Tuve una infancia feliz. Mi abuelo era estricto, pero justo. Lo que más disfrutaba eran esos momentos en los que, junto a mi mejor amigo, aprendíamos de él el arte de la lucha, un legado que le había transmitido su propio abuelo. Era muy reservado con esas enseñanzas; siempre decía que nunca se sabe cuándo podrías enfrentarte a alguien que conozca tus secretos.

La lucha es lo que más me apasiona. Me siento completo, absolutamente feliz, cuando me encuentro frente a un contrincante. Cada maniobra es un juego mental, un baile preciso: distraer con movimientos engañosos, usar el impulso del otro para neutralizar su fuerza y derribarlo. Es más que un combate; es un puente hacia mis ancestros. No me cuesta nada imaginar a mis antepasados, porque mi abuelo los describió tantas veces que a veces creo que los vi con mis propios ojos.

—¡Vamos, chicos! —grita el árbitro.

Respiro hondo, choco los puños y me acerco a mi rival. Es más grande que yo, pero eso no me intimida. Es fuerte, y sus ganas de llevarse el trofeo se sienten en la manera en que me agarra del cinturón. Pero recuerdo las palabras de mi abuelo: “Que no te intimide el contrincante. La fuerza no lo es todo. La clave está aquí y aquí”, decía, señalando su cabeza y su corazón. Entonces, añado para mí mismo mientras me toco la barbilla: “Y aquí”. Era su gesto para recordarme que siempre debía mantener la cabeza alta, pase lo que pase.

El baile comienza. El murmullo de la gente me envuelve como si fuera una brisa del mar. Algunas exclamaciones resuenan como gritos de gaviotas, rompiendo la monotonía del oleaje. Mis pies están firmes en la tierra; nadie puede moverlos excepto yo. Me imagino como aquel olivo que observaba de niño, resistente y flexible a la vez. Muevo los brazos, giro el cuerpo, mantengo el control.

—¡Un fuerte aplauso para Jaume! — dice el árbitro, señalándome—. ¡El ganador del primer encuentro de esta tarde que promete ser inolvidable!

Natalia.

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