Pepito y la solución perfecta
En unas tierras lejanas, llenas de cielos
azules y flores perfumadas, vivía un pueblo muy feliz. Trabajaban solo unas
pocas horas al día, y el resto del tiempo lo dedicaban a lo que les apasionaba.
Podían disfrutar de los bienes del país sin límite, con responsabilidad. Aunque
nada les pertenecía, se sentían las personas más ricas del mundo, porque nada
les faltaba.
La clave era sencilla: todos aportaban trabajando unas horas al día y
podían cambiar de actividad cada día. Podían ser barrenderos, médicos, artistas
o arquitectos; cualquiera podía dedicarse a lo que quisiera. Al finalizar la
jornada, se inscribían en la actividad que harían al día siguiente.
Así vivieron durante muchos años, hasta que un
día el sistema de inscripción se averió, y ninguna solución lograba repararlo.
Para evitar el caos, tuvieron que repetir la misma actividad del día anterior.
Los días se convirtieron en semanas y luego en meses. Poco a poco, la alegría
se fue apagando. Sin la libertad de elegir, algunos trabajos se volvieron
pesados, mientras que otros eran envidiados. La igualdad se desmoronaba, y el
descontento crecía.
En medio de este escenario estaba Pepito, un
joven que vivía a su aire, libre y feliz. Las peras y las rosas que cultivaba
eran famosas por su aroma y frescura, y muchos empezaron a observarlo,
intrigados por su felicidad.
Pepito no paraba en todo el día. Se levantaba
al amanecer y no se detenía hasta bien entrada la noche. Era agricultor y
pescador excepcional. Sentía la naturaleza, sabía cuándo llovería o cuándo el
sol sería intenso, y eso le ayudaba a cuidar sus plantas. Cuando se cansaba del
campo, se iba a pescar. Allí podía pasar horas, disfrutando del viento suave, del cielo cambiante y de los pájaros traviesos, que trataban de robarle los peces. Era absolutamente feliz.
La gente decidió preguntarle cuál era el
secreto de su alegría. Él, con una sonrisa, respondió: «Hacer lo que más te
gusta. Solo así sentirás que siempre estás disfrutando».
Al principio, la gente temía abandonar la
rutina, pero poco a poco, comenzaron a dedicarse a lo que realmente les
apasionaba. Con el paso del tiempo, sus rostros se llenaron de sonrisas.
Descubrieron que les gustaban cosas que jamás habían imaginado, y la rutina se
convirtió en alegría. Ya nadie trabajaba por obligación; todos seguían sus
aficiones y vivían felices.
Natalia.
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