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Mauro


 En un país lejano vivía un cazador llamado Mauro. Era un joven tranquilo y de pocas palabras. Su madre había fallecido hace un año, y desde entonces Mauro apenas aparecía por su casa, viviendo en el bosque. Poco a poco, el dolor comenzó a ceder, dejando espacio a otras sensaciones y Mauro empezó a disfrutar de su bosque.

Como todos los meses, hoy le tocaba bajar a la ciudad para llevar el tributo al rey.

Silencioso y cabizbajo, cruzó la plaza con la intención de no llamar la atención. Sin embargo, su sombría figura atrajo la mirada de los guardias. Dos de ellos se acercaron, lo rodearon y comenzaron a empujarlo y golpearlo.

—A mal tiempo, buena cara — decía su madre.

El recuerdo iluminó el rostro de Mauro y el joven sonrió feliz. El cielo y el sol se reflejaron en su cara. La sonrisa y los destellos azules en sus ojos contrastaban con su pelo negro, que transmitía una fuerza bruta.

Perplejos, los guardias se apartaron de él. No comprendían por qué aquel joven sonreía, como si supiera algo importante que ellos ignoraban, algo que lo hacía inmune al miedo. Mauro recogió su ofrenda del suelo y siguió su camino.

En el castillo se enteró de que un dragón había raptado a la princesa, la única heredera del reino. El pueblo estaba de luto y el rey había prometido la mano de su hija y la mitad del reino a quien lograra rescatarla.

Sin pensarlo dos veces, Mauro decidió buscar a la princesa. Las tierras oscuras rodeaban el reino, nadie sabía lo que había más allá de las montañas nevadas en el horizonte, ni donde habitaba el dragón.

Mauro preguntó a los testigos y siguió la dirección que le indicaron. Según ellos, el dragón había desaparecido tras la Montaña Negra, a orillas del Lago Profundo.

Después de varios días, ya de noche, cuando llegó a su destino, observó una luz que salía del interior de una cueva, detrás de una cascada. Se coló sigilosamente y, perplejo, observó cómo el dragón jugaba con la princesa como un gato con un ratón. El dragón era inmenso, de unos diez metros de altura, y sus escamas brillaban como acero bajo la luz.

De repente, el dragón fijó su mirada en Mauro. No había dónde esconderse…

—¿Qué quieres? — gruñó el dragón, su voz resonando como un trueno.

—Quiero llevarme a la princesa, sus padres la necesitan.

—¿De verdad? Lo que quieres es ser rey, y no te importa nada más.

—¿Y tú, dragón? ¿Qué es lo que quieres?

El dragón ladeó la cabeza, intrigado.

—Estoy aburrido —confesó con un bostezo que agitó el aire a su alrededor—. La princesa canta bien y no llora como las otras. Me hace compañía.

—Déjala ir —propuso Mauro—. Yo me quedaré en su lugar.

El dragón lo estudió con detenimiento.

—Quiero que me teman, que sientan horror. Soy un dragón, y eso es lo que se espera de mí.

Mauro notó un defecto en la piel del dragón: un lugar donde faltaban unas cuantas escamas. Su mente de cazador registró aquella debilidad, pero no intentó aprovecharse de ella.

El dragón bostezó de nuevo, mostrando sus dientes afilados como sables. Su curiosidad hacia el cazador aumentó: en aquel corazón no había odio ni avaricia.

—¿Sabes si hay más dragones? —preguntó Mauro de repente.

—No lo creo —respondió el dragón con un dejo de melancolía—. Llevo siglos en esta tierra y nunca me he encontrado con otro como yo.

—Dejemos que la princesa regrese con sus padres. Luego, si quieres, te ayudaré a buscar a alguien como tú.

El dragón parpadeó, reflexivo. Finalmente, escondió su enorme cabeza entre las patas y murmuró:

—Es tiempo de dormir. Mañana veremos.

Natalia

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