El rey Pablo
En un país lejano, hace mucho tiempo, vivía el rey que llamado Pablo, a quién le gustaba pasar tiempo disfrazado de pueblerino humilde.
Quería saber de primera mano cómo vivían sus súbditos,
qué necesitaban y qué pensaban de él.
Estas aventuras no estaban exentas de
peligros. En más de una ocasión, sufrió palizas de bandidos, abusos de poder
por parte de los feudos, y también descubrió algo que lo marcó profundamente:
los más generosos eran los más pobres. Estas personas, con lo poco que tenían,
compartían su último trozo de pan con aquel viajero desconocido.
Poco a poco, Pablo supo aprovechar este
conocimiento para mejorar la vida de su pueblo y, con ello, aumentar las
riquezas de su reino.
En una de sus escapadas, conoció a un niño de
unos seis años, que enseguida se encariñó con el viajero, sin saber que en
realidad era el rey. El niño acompañaba a Pablo a todas horas, mostrándole los
caminos más cortos entre las aldeas cercanas y escondites secretos donde
refugiarse en caso de peligro.
El pequeño no paraba de hablar, contándole
sobre la vida de su familia y de sus vecinos: cómo habían sufrido durante la
última hambruna y cómo, por poco, habían perdido a su abuelo.
El niño, que quería mucho a su abuelo, siempre
le ayudaba a labrar la tierra, preparar la comida y cuidar de su humilde choza.
Sin embargo, en una de sus últimas escapadas,
el rey no encontró al niño esperándolo como de costumbre. Preocupado, empezó a
buscarlo. Los pueblerinos le dijeron que el niño estaba en la orilla del río.
El rey lo encontró sentado sobre una colina,
mirando al otro lado del río con los ojos tristes.
—¿Qué ocurre, pequeño? —preguntó Pablo.
El niño levantó la mirada y respondió:
—Las últimas lluvias torrenciales han
ensanchado el río, y ya no puedo cruzarlo para visitar a mi abuelo. El agua es
demasiado brava para un niño tan pequeño como yo.
El rey, intentando consolarlo, le confesó:
—He escuchado que en los planes del rey está
construir un puente, pero el problema es que no saben dónde encontrar la piedra
adecuada para hacerlo.
El pequeño Jacinto, secándose las lágrimas con
decisión, respondió:
—¡Yo sé dónde encontrar esa piedra! Puedo
llevarte allí ahora mismo.
Y así lo hizo.
Muchos siglos han pasado desde entonces. El
río apenas revive unas pocas veces al año, reanimado por las lluvias, pero el
puente sigue en pie hasta el día de hoy. Es un recordatorio de aquella
increíble historia del rey Pablo y el niño Jacinto.
Dicen las leyendas que Jacinto llegó a ser la
mano derecha del rey. Juntos, transformaron el reino en un lugar próspero y
generoso.
Natalia.
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